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miércoles, 23 de abril de 2014

En Tierras Lejanas


 Por Juan Camilo Ibáñez

Desde que tengo memoria siempre que he sentido hambre me he dirigido a la nevera de mi casa y escogido que comer, he parado en el camino y comprado algo o entrado a un restaurante y pedido un plato. ¡Que molesto esperar a que el microondas caliente la comida, ni que decir cuando la variedad de papas de paquete estaba reducida en el lugar que decidí parar o cuando en el restaurante al que entre no tenía mi plato favorito!

Hay veces que la vida puede ser realmente dura e injusta.

Recuerdo que hace un tiempo estaban realizando unos arreglos en el acueducto y el agua salió algo turbia, ¡que desagradable experiencia aquella! Tampoco me olvido de aquella vez que hubo una tormenta y se fue la luz en mi casa por unas horas, el tiempo puede hacerse realmente lento y tedioso cuando no se tiene televisión ni internet. Hace un tiempo, tampoco podré olvidarlo, deje la ventana abierta y entro a mi cuarto un pequeño mosquito que me molesto durante la noche, ¡por lejos una de las peores noches de mi vida!

La naturaleza es en definitiva inclemente.

La semana pasada, durante las Misiones de Semana Santa, tuve la oportunidad de vivir con un grupo de amigos en un resguardo indígena llamado Wacoyo, ubicado cerca a Puerto Gaitán en el Meta.

Lo primero que me sorprendió fue como nos recibieron, ya sabían que íbamos y estaban emocionados con nuestra llegada. Algunos de los niños estiraron sus manos, pidiendo, lo que no sabían es que el regalo que les llevábamos no se podía recibir con las manos sino con el corazón.

Enseguida nos llevaron al lugar que nos tenían preparado para pasar la noche, teníamos la oportunidad de elegir entre dormir en hamacas (chinchorros) bajo un techo sin paredes o en el piso con aislantes en una habitación sin puerta donde las paredes se quedaban a media altura entre el suelo y el techo. Decidimos optar por la segunda opción. 

Descubrí que para mí era cuestión de cerrar la ventana a tiempo para que no entraran los mosquitos, para la comunidad de Wacoyo lo importante era cubrir los agujeros lo suficientemente bien para que no entraran culebras.

Cuando se fue poniendo oscuro el día buscamos el interruptor para prender la luz y enchufes para conectar el celular pero descubrimos que toda la electricidad que existía en la zona pasaba derecho por unos cables de luz que sínicamente se ubicaban a unos metros de las casas de los indígenas. 

Cuanto me había quejado yo por unas horas de oscuridad mientras que la luz que tenían los indígenas venía únicamente de la luna y las estrellas.

A la mañana siguiente nos despertamos temprano y buscamos un lugar donde ducharnos. Descubrimos que había un tanque con agua que servía de bebedero, lavadero y “piscina” para más de 15 personas.

El agua turbia que había causado conmoción en mí aquella vez, era una gran bendición para una comunidad que en tiempos pasados debían trasladarse varios kilómetros hasta el río más cercano para conseguir el bien por excelencia del ser humano: el agua.

Después del baño nos encontramos todos para disponernos a desayunar. El comedor era una pequeña chocita de techo de hojas y sin paredes con un fogón de leña que despedía una inmensa cantidad de humo, lo cual había negreado todo cuanto tocaba, incluidos los pulmones de las señoras que día tras día aspiraban grandes bocanadas de ese negro aire y soplaban fuertemente para mantener viva la llama mientras realizaban todo tipo de maniobras culinarias para que el arroz se cocinara de forma pareja.
Los pequeños niños Sikuani, se acercaban a la mesa con la expectativa de encontrar allí su plato favorito; venado, chigüiro o tal vez un oso hormiguero, sin embargo Wacoyo es un territorio pequeño para una creciente población de 1500 indígenas. Hoy el plato será mañoco (yuca seca en polvo).

A medida que pasó el día descubrimos que la despensa era un gran árbol llamado mangal, a donde acudían todos los indígenas de vez en cuando a bajar los más delicioso mangos que jamás he probado. No hace falta una gran variedad de comida chatarra cuando podemos deleitarnos con los manjares que nos presenta la naturaleza, pues no hay nada mejor para distraer la sed y el hambre que un buen mango maduro recién bajado.

Pasamos largas horas de nuestra vida quejándonos porque no tenemos lo que creemos que merecemos. Miramos a los que tienen más que nosotros con envidia y a los que tienen menos que nosotros con desprecio, cuando en realidad lo que importa no es lo externo sino lo interno, no es el mucho desear ni el mucho tener lo que nos hace grandes sino el saber agradecer lo que tenemos.

El corazón del ser humano solo puede ser llenado con amor, con cariño y con respeto, y solo sufrirá y se cerrará si buscamos llenarlo con poder, éxito y dinero. Del mismo modo solo crecerá y se fortalecerá al salir de sí mismo y entregar a los demás, pero no una entrega desde una posición de poder, “yo que tengo y que me sobra te traigo cosas a ti que no tienes y necesitas”, sino una entrega real y sincera, de compartir y mostrar que las diferencias de cultura y tradiciones, de color de piel y rasgos, de vestido y lenguaje son superficiales y que en el fondo todos contamos con la misma dignidad y que todos, sin importar, somos iguales.

“Dar hasta que te duela y cuando te duela dar todavía más”
-Madre Teresa de Calcuta