Por
Juan Camilo Ibáñez
Desde
que tengo memoria siempre que he sentido hambre me he dirigido a la nevera de
mi casa y escogido que comer, he parado en el camino y comprado algo o entrado
a un restaurante y pedido un plato. ¡Que molesto esperar a que el microondas
caliente la comida, ni que decir cuando la variedad de papas de paquete estaba
reducida en el lugar que decidí parar o cuando en el restaurante al que entre
no tenía mi plato favorito!
Hay
veces que la vida puede ser realmente dura e injusta.
Recuerdo
que hace un tiempo estaban realizando unos arreglos en el acueducto y el agua
salió algo turbia, ¡que desagradable experiencia aquella! Tampoco me olvido de
aquella vez que hubo una tormenta y se fue la luz en mi casa por unas horas, el
tiempo puede hacerse realmente lento y tedioso cuando no se tiene televisión ni
internet. Hace un tiempo, tampoco podré olvidarlo, deje la ventana abierta y
entro a mi cuarto un pequeño mosquito que me molesto durante la noche, ¡por
lejos una de las peores noches de mi vida!
La
naturaleza es en definitiva inclemente.
La
semana pasada, durante las Misiones de Semana Santa, tuve la oportunidad de
vivir con un grupo de amigos en un resguardo indígena llamado Wacoyo, ubicado
cerca a Puerto Gaitán en el Meta.
Lo
primero que me sorprendió fue como nos recibieron, ya sabían que íbamos y
estaban emocionados con nuestra llegada. Algunos de los niños estiraron sus
manos, pidiendo, lo que no sabían es que el regalo que les llevábamos no se
podía recibir con las manos sino con el corazón.
Enseguida
nos llevaron al lugar que nos tenían preparado para pasar la noche, teníamos la
oportunidad de elegir entre dormir en hamacas (chinchorros) bajo un techo sin
paredes o en el piso con aislantes en una habitación sin puerta donde las
paredes se quedaban a media altura entre el suelo y el techo. Decidimos optar
por la segunda opción.
Descubrí
que para mí era cuestión de cerrar la ventana a tiempo para que no entraran los
mosquitos, para la comunidad de Wacoyo lo importante era cubrir los agujeros lo
suficientemente bien para que no entraran culebras.
Cuando
se fue poniendo oscuro el día buscamos el interruptor para prender la luz y
enchufes para conectar el celular pero descubrimos que toda la electricidad que
existía en la zona pasaba derecho por unos cables de luz que sínicamente se
ubicaban a unos metros de las casas de los indígenas.
Cuanto
me había quejado yo por unas horas de oscuridad mientras que la luz que tenían
los indígenas venía únicamente de la luna y las estrellas.
A
la mañana siguiente nos despertamos temprano y buscamos un lugar donde
ducharnos. Descubrimos que había un tanque con agua que servía de bebedero,
lavadero y “piscina” para más de 15 personas.
El
agua turbia que había causado conmoción en mí aquella vez, era una gran
bendición para una comunidad que en tiempos pasados debían trasladarse varios
kilómetros hasta el río más cercano para conseguir el bien por excelencia del
ser humano: el agua.
Después
del baño nos encontramos todos para disponernos a desayunar. El comedor era una
pequeña chocita de techo de hojas y sin paredes con un fogón de leña que
despedía una inmensa cantidad de humo, lo cual había negreado todo cuanto
tocaba, incluidos los pulmones de las señoras que día tras día aspiraban
grandes bocanadas de ese negro aire y soplaban fuertemente para mantener viva
la llama mientras realizaban todo tipo de maniobras culinarias para que el
arroz se cocinara de forma pareja.
Los
pequeños niños Sikuani, se acercaban a la mesa con la expectativa de encontrar
allí su plato favorito; venado, chigüiro o tal vez un oso hormiguero, sin
embargo Wacoyo es un territorio pequeño para una creciente población de 1500
indígenas. Hoy el plato será mañoco (yuca seca en polvo).
A
medida que pasó el día descubrimos que la despensa era un gran árbol llamado
mangal, a donde acudían todos los indígenas de vez en cuando a bajar los más delicioso
mangos que jamás he probado. No hace falta una gran variedad de comida chatarra
cuando podemos deleitarnos con los manjares que nos presenta la naturaleza,
pues no hay nada mejor para distraer la sed y el hambre que un buen mango
maduro recién bajado.
Pasamos
largas horas de nuestra vida quejándonos porque no tenemos lo que creemos que
merecemos. Miramos a los que tienen más que nosotros con envidia y a los que
tienen menos que nosotros con desprecio, cuando en realidad lo que importa no
es lo externo sino lo interno, no es el mucho desear ni el mucho tener lo que
nos hace grandes sino el saber agradecer lo que tenemos.
El
corazón del ser humano solo puede ser llenado con amor, con cariño y con
respeto, y solo sufrirá y se cerrará si buscamos llenarlo con poder, éxito y
dinero. Del mismo modo solo crecerá y se fortalecerá al salir de sí mismo y
entregar a los demás, pero no una entrega desde una posición de poder, “yo que
tengo y que me sobra te traigo cosas a ti que no tienes y necesitas”, sino una
entrega real y sincera, de compartir y mostrar que las diferencias de cultura y
tradiciones, de color de piel y rasgos, de vestido y lenguaje son superficiales
y que en el fondo todos contamos con la misma dignidad y que todos, sin importar,
somos iguales.
“Dar
hasta que te duela y cuando te duela dar todavía más”
-Madre
Teresa de Calcuta