Por Juan Camilo Ibáñez
Llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus
discípulos:
«¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» Ellos dijeron: «Unos, que
Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas».
Él les dijo: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» Simón Pedro contestó: «Tú
eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Replicando Jesús le dijo:
«Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la
carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo
que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del
Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los
Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que
desates en la tierra quedará desatado en los cielos». Mt 16, 13-19.
Ya hacía tiempo que las multitudes venían siguiendo a Jesús, escuchaban sus
enseñanzas, veían sus milagros, y sin embargo, existía entre ellos una gran
variedad de opiniones respecto a quien era realmente Jesús. Inclusive entre los
apóstoles se puede ver como cada uno se inclina hacía una opinión, unos dicen
que Elias, otros que un profeta más en fin.
Es notable que cuando pregunta a los apóstoles “¿quién dicen los hombres que es
el Hijo del hombre?”, contestan todos los apóstoles, sin embargo, cuando
pregunta por la opinión de ellos solo Pedro en representación de todos
contesta, marcando así la misión general del Papa hasta el fin de los tiempos
como fundamento visible y perpetuo de unidad y como velador de la fe autentica.
El ser humano necesita símbolos visibles, Cristo como cabeza de la Iglesia
podría haber decidido prescindir de sacerdotes, obispos y hasta del Papa. Sin
embargo, Él nos creo, Él nos conoce, así como solicitamos un recibo de pago
para tener la seguridad de que la transacción fue realizada, así como
necesitamos una revisión médica después de una cirugía para asegurar que todo
salió en orden, así como necesitamos un anillo de matrimonio como símbolo de
alianza, del mismo modo necesitábamos una Iglesia con símbolos visibles, con
sacramentos tangibles, una Iglesia guiada y sostenida por el Papa.
Desde que la Iglesia Católica fue instituida, desde sus
primeros días, los apóstoles reconocían a Pedro como aquel a quien Cristo había
dado la primicia, imaginarnos una Iglesia sin Papa es como imaginar el sistema
solar sin sol. Si desde el comienzo cada apóstol hubiese cogido por su lado sin
sentirse vinculado a Pedro, si cada obispo que fuese ordenado desde ese momento
hubiese olvidado al Papa, hoy en día no podríamos hablar de “una Santa,
Católica y Apostólica” sino muchas santas, católicas y apostólicas.
No tendríamos la tranquilidad de estar siguiendo al vicario
de Cristo, no sabríamos si las enseñanzas de la Iglesia están o no libres de
corrupción. Cristo mismo quiso que el Espíritu Santo, Motor y Guía de la
Iglesia, inspirara al Papa en sus decisiones de Fe y Moral concernientes a la
Iglesia Universal.
Sin el Papa, la Iglesia Católica se habría derrumbado hacía
tiempo. El obispo de Roma es la gravedad en la Iglesia, no puedes alejarte de
la verdad sin sentir esa fuerza que vuelve a jalarte a ella. Para vivir la fe
en forma, decía un sacerdote, es necesario tener un ojo en el cielo y otro en
Roma.
Cabe entonces
preguntarnos: ¿Puede el Papa decepcionarnos? Como ser humano, ciertamente
puede, como maestro, guía y núcleo jamás podría. Puede extrañarnos y
entristecernos enterarnos de escándalos en viejos papados, pero no debemos
olvidar que el Papa, al igual que cualquiera de nosotros, es un ser humano,
come, duerme, sufre y peca. Sin embargo,
nada de esto lo hace menos infalible. Por más escándalo que genere una enseñanza del
Papa al mundo, a nosotros cristianos comprometidos jamás deberá desalentarnos,
es nuestro deber a Cristo confiar en el Papa, escuchar su enseñanzas, seguir sus
mandatos, velar por sus intenciones y abrazar sus peticiones.
No es Karol Wojtyla, no es Joseph Ratzinger, es el sucesor
de Pedro, “y donde está Pedro ahí está la Iglesia".
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