Inspirado en el sermón del Santo Cura de Ars: “Sobre las lagrimas de
Jesucristo”
Al entrar Jesucristo en la
ciudad de Jerusalén, lloró sobre ella, diciendo: “Si conocieses, al menos, las
gracias que vengo a ofrecerte y quisieses aprovecharte de ellas, podrías
recibir aun el perdón; mas no, tu ceguera ha llegado a un tal exceso, que todas
estas gracias solo van a servirte para endurecerte y precipitar tu desgracia;
has asesinado a los profetas y dado muerte a los hijos de Dios; ahora vas a
poner el colmo en aquellos crímenes dando muerte al mismo Hijo de Dios”. Como
derrama Sus lágrimas Nuestro Señor al presenciar a sus hijos a los que en ese
momento habitaban Jerusalén y a las generaciones que vendrían más adelante,
totalmente corrompidos por el pecado, sus almas perdidas, devastadas, muertas.
Sus lágrimas nos recuerdan la grandeza de Su Sacrificio, su muerte habría
servido para salvar miles y miles de mundos como este en el que habitamos, y
sin embargo la gran mayoría de los hombres habrían de perderse.
¿Qué valor tiene nuestra alma?
¿Qué valor tiene para que merezca las lágrimas de Dios? En el principio, nos
dice el Génesis, Dios creó el universo, el mundo y todo cuanto en él habita, y
para esto le basto una frase. Y sin embargo, para rescatar nuestra alma de la
muerte que le trajo el pecado fue necesario que muriera, ¡y de qué forma tuvo
que morir!
Si miramos a nuestro alrededor,
podemos contemplar desde lo más pequeño que existe, desde el microorganismo más
insignificante hasta la más sorprendente constelación, todo, absolutamente todo
ha sido creado para el alma. Es tan hermosa el alma que el catecismo nos enseña
que ha sido creada a imagen y semejanza de Dios, es decir que tiene la
capacidad de conocer, amar y determinarse libremente en todas sus acciones.
Esto es el mayor elogio de las cualidades con que Dios ha hermoseado nuestra alma,
creada por las tres Personas de la Santísima Trinidad, a su imagen y semejanza.
Un espíritu, como Dios, eterno en lo futuro, capaz, en cuanto es posible a una
criatura, de conocer todas las bellezas y perfecciones de Dios; un alma que es
objeto de las complacencias de las tres divinas Personas un alma que puede
glorificar a Dios en todas sus acciones; un alma, cuya ocupación toda será
cantar las alabanzas de Dios durante la eternidad; un alma que aparecerá
radiante con la felicidad que del mismo Dios procede; un alma cuyas acciones
son tan libres que puede dar su amistad o su amor a quien le plazca: puede amar
a Dios o dejar de amarle; más, si tiene la dicha de dirigir su amor hacia Dios,
ya no es ella quien obedece a Dios, sino el mismo Dios quien parece complacerse
en hacer la voluntad de aquella alma. (Salmo 145)
Nuestra alma es tan hermosa,
tan exquisita que nada en este mundo puede realmente llenarla, nada en este
mundo puede satisfacerla. En lo más profundo de nuestro corazón, en el momento
mismo de en que fuimos creados, en nuestra alma fue escrita la necesidad de
volver a Dios, y como dice San Agustín: “Nos hiciste Señor para ti, y nuestro
corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. Es tan preciosa nuestra alma
que Nuestro Señor no encontró alimento más digno de está que Su mismo Cuerpo y
Su misma Sangre para que fuesen su pan y bebidas cotidianos. Nos dice San
Ambrosio que aunque solo hubiese un alma, tu alma, mi alma, Dios no habría
creído demasiado morir por esa única alma. Santa Teresa nos decía también que
un alma le es tan agradable a Dios que sí no hubiese existido el cielo, lo
habría creado por solo un alma.
Ahora pensemos nuevamente si
Dios, perfecto conocedor de sus meritos, llora tan amargamente la pérdida de un
alma, ¿cuánto no debemos hacer nosotros para salvar un alma?, ¿cuánto no
debemos hacer para conservar todas sus bellezas? Innumerables ejemplos de
santos que aceptaron sufrimientos a fin de conservar digna su alma del cielo
como lo es el de San Juan Maria Vianney, quien entendiendo la gravedad del
pecado desde muy chico se propuso fuertemente nunca más pecar desde el bautismo
y con una impecable perseverancia, constancia y continua negación de si mismo
logró alcanzar la salvación y la santidad.
Que alegría tan grande puede
resultar para cualquiera de nosotros comprender el valor de un alma, comprender
que el mismo Dios ha hecho cuanto es posible para procurar la felicidad de una
criatura al “dar la vida por [nosotros] sus amigos”. Su diligencia al bajar del
cielo para tomar un cuerpo semejante al nuestro; desponsámdose con nuestra
naturaleza, se ha desposado con todas nuestras miserias, excepto el pecado; o
mejor, ha querido cargar sobre sí toda la justicia que su Padre pedía de
nosotros. Que conmovedor resulta contemplarlo vulnerable en su cuna, sumergido
en la pobreza: por nosotros nace en un establo, me parece ver sus lagrimas, su
llanto desde su cuna donde lamenta de antemano nuestros pecados; la sangre que
sale de sus venas en el momento de la circuncisión; su huída a Egipto como un
criminal; su humildad y sumisión ante sus padres. Hace falta contemplarlo en
Getsemaní, gimiendo y orando y derramando lagrimas de sangre; preso, atado y
agarrotado, arrojado en tierra, maltratado con los pies y a palos por sus
propios hijos; atado a la columna, cubierto de sangre; su pobre cuerpo ha
recibido tantos golpes, la sangre corre con tanta abundancia que sus verdugos
quedan cubiertos con ella; Su corona de espinas atravesando su santa y sagrada
cabeza; cargando la cruz a cuestas caminando a la montaña del Calvario; cada
paso, una caída; clavado en la cruz, sobre la cual se ha tendido Él mismo, sin
que de su boca salga la menor palabra de queja. Y una vez más corren sus
lagrimas por sus mejillas, ¡esas preciosas lagrimas de amor que derrama en su
agonía, mezclándose con su sangre adorable! ¡Es realmente digno de un Dios que
es en sí todo amor!
¿No es suficiente esto para
entender los cuidados que debemos tener con nuestra alma? ¿No estaríamos
dispuestos, de ser necesario, nosotros mismos a sufrir como sufrió Jesús por
nuestra propia alma? Que preciosa, que preciada es un alma ante los ojos de
Dios, cuando esta se encuentra en Gracia, sin embargo, cuando esta está en
pecado resulta ser la más espantosa imagen. Sin embargo, ya Jesús sabría que esto
pasaría y fue por esto que decidió instituir una religión en este mundo, una
Iglesia que administraría Sus Sacramentos y rescataría a las almas caídas en
pecado o bien para fortalecerlas en las luchas que deben sostener.
Que amor tan grande el que nos
ha manifestado Dios al instituir los Sacramentos. Un alma caída en pecado,
habiendo perdido todo su esplendor y belleza es tomada en las manos de Dios con
la más filial ternura, Él estaría dispuesto a morir nuevamente para que esa
alma se salve, para que recupere su belleza y su esplendor, para que vuelva a
ser imagen y semejanza de Él mismo. Este es justamente el sentido de la
confesión. Que hermosa resulta un alma arrepentida ante los ojos de Dios, quien
en su infinita bondad está dispuesto a perdonar esa alma para volver a
deleitarse con su belleza al estar en Su Gracia.
El sentido de nuestra vida
radica en buscar hacer la Voluntad de Dios, cuanto no se alegraría nuestra alma
si pudiese agradar a su Creador. Nuestra alma, al estar en Gracia, resulta ser
un verdadero deleite para Dios, si lográsemos conservar nuestra alma impecable,
si a la vista de cada pequeño detalle que pudiese llegar a dañarla nos
apartáramos atemorizados de dañarla, de opacarla o de quitarle así sea en la
más mínima medida su belleza. Si de ser el caso llegásemos a pecar, y nuestra
alma herida y frágil perdiese el estado de Gracia, ¿con cuanta diligencia no
buscaríamos cuanto antes a un confesor que nos permita pedirle perdón a Nuestro
Señor y recuperar una vez más la magnificencia de nuestra alma?
Juanca, te felicito por este escrito (y por todos los que he leído) me encantan. En particular me conmovió mucho este por el momento que estoy viviendo. Me dio aliento, un aliento nuevo para seguir en este momento, en este Getsemaní personal. Gracias
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