Por Juan Camilo Ibáñez
“Si puedes hacer cosas buenas
por otras personas, tienes la obligación moral para hacerlas. No la opción, la
responsabilidad.”
-Ben
Parker
La
semana más anhelada del año es, por lejos, Semana Santa. Los mejores paseos,
los mejores momentos familiares, recuerdos inolvidables con amigos en fin, una
semana verdaderamente esperada.
Hace un
par de años unos amigos me invitaron a unas Misiones en Semana Santa.
¿Misiones?, pensé, eso significaba sacrificar un paseo, piscina, amigos,
descanso… “No lo creo”.
Lo que
no sabía, es que en un pueblo perdido en Antioquía había un niño, un niño de
seis años llamado Darwin, un niño que nunca en su vida había oído hablar de
paseos, de piscinas ni mucho menos de descanso. Un niño que toda su vida había
tenido que vivir en carne propia la cruda realidad de nuestro país, la
violencia, la deserción escolar, el maltrato infantil, la tristeza y la
desesperanza.
Nunca
olvidaré cuando caminaba por esa polvorienta vereda pensando en el paseo que
había dejado atrás, pensando cuanto estaba sacrificando. En ese momento comenzó
a llover y la caja en la que llevábamos nuestra comida se desfondó, terminamos
embarrados y empapados y no teníamos llaves de la escuela donde
dormiríamos.
En ese
momento, en medio del torrencial aguacero, apareció una pequeña figura cubierta
por una pequeña tela que solo le tapaba la cabeza. “Que imprudente” pensé,
“salir en medio de este aguacero”. Poco a poco vi cómo se acercaba a nosotros
esta señora y con una gran sonrisa nos saludaba. ¡Había viajado más de dos
kilómetros a sus 65 años de edad y en medio de la lluvia solo para abrirnos la
puerta de la casa!
Recuerdo
que al entrar descubrimos una gotera en la cocina. Yo, que quería sobresalir
entre todos, me ofrecí para subir a cuadrar las tejas. Mientras lo hacía me
aseguré de ensuciarme bien la camiseta, que se notara mi esfuerzo, y con un
aire triunfante declaré que el problema estaba resuelto, la señora me miró y me
dijo: “Que bueno, a mí me toca subirme a diario a arreglarla”. Una vez más me
sentí terrible por mi patético comportamiento.
Poco después de que parara
la lluvia un murulllo se escuchaba a lo lejos…”Misioneros”, parecía acercarse… “Misioneros”…
eran varias voces además… “Misioneros”. Y entonces los vi. Un grupo de niños
corriendo a nosotros muy felices, algunos de ellos al llegar se ponían tímidos
y dejaban de correr o de gritar, pero hubo uno, solo uno, que siguió corriendo
y sin ningun temor se chocó contra mis piernas abrazándolas, y solo una frase
salió de su boca: “gracias por venir”. Así fue como conocí a Darwin.
Nunca olvidaré nuestra
primera conversación donde, como a todo niño, le pregunté qué quería ser cuando
grande, él, sin dejar lo que estaba haciendo, me dijo naturalmente: “Yo quiero
ser sicario, para vengar a mi papa y mi hermano”.
No se lo comenté a nadie, no
lo hablé con nadie, pero esa respuesta me abrió los ojos a una realidad completamente
distinta a la mía. Él no quería ser piloto, él no quería ser bombero, él quería
vengarse o morir en el intento, y solo tenía seis años.
¿Cuáles son mis problemas
personales? ¿Qué es lo que me preocupa? ¿Cuál es mi realidad? Una vez más me
sentí patético.
Todo esto que tengo, todo lo
que he aprendido, todo lo que soy, ¿lo tengo solo para mí? Una vida llena de
oportunidades convertida en una vida llena de egoísmo.
Desde entonces mi único
propósito para esas Misiones iba a ser cambiar la vida de Darwin. “Que mi vida
no sea en vano”, pensé.
Darwin se volvió nuestro guía,
nuestro amigo y nuestro cómplice. Aprendíamos de él y él de nosotros. Nos
reíamos con él y él con nosotros. Nos acompañaba casa por casa visitando
familias y por una semana olvido el odio, el temor y la desesperanza. Esa
semana Darwin fue feliz.
Pero todo acaba, y los
momentos felices pasan especialmente rápido. Uno de los recuerdos más
conmovedores que tengo en mi vida fue ver a Darwin, el día de nuestra despedida,
aparte en un rincón llorando. Él se negaba a despedirse, se negaba a aceptar la
realidad.
Yo me le acerque y empezamos
a hablar largo tiempo, le recordé su labor con su vereda, la importancia de que
fuera bueno y guiara a sus amigos y el poco a poco fue dejando de llorar. “Darwin”,
le pregunté, “¿Qué quieres ser cuando grande?”, él levanto sus ojos encharcados
en lágrimas y me dijo: “Yo cuando grande quiero ser Misionero”.
Pasamos nuestra vida quejándonos
y criticando, abatidos por los lujos que nos faltan y las vacaciones que no
llegan. Allá afuera las necesidades son un lujo y las vacaciones son la muerte.
Decimos que no tenemos como
ayudar, que no sabríamos que decir ni que hacer, pero en realidad decimos eso
para ocultar el temor a la incomodidad. ¿No estás dispuesto a sacrificar una
semana para vivir lo que ellos viven en el día a día?
Si quieres cambiar el mundo
empieza esta Semana Santa. Ven de Misiones y verás cómo tu vida y sus vidas
cambiarán
“Gracias por venir”
-Darwin
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