Por Viviana Venegas
Paradoja y misterio invisible al corazón del hombre. El Rey de reyes
muere
como un animal. Decide morir como el más indigno de todos, como el que
menos
merece. Y mientras unos alzan sus copas de licor para brindar por las
“vacaciones”
de Semana Santa, Él es alzado en la cruz, para mostrar la grandeza que
pocos
corazones lograron entender… Y mientras unos aprovechan los días santos
para
vivir de la carne, Él ya está redimiéndolos sin que ni siquiera se lo
hayamos pedido.
Algunos creerán que es fanatismo, otros que exageración, pero estamos
hablando
de la Verdad que nos ha abierto las puertas del cielo, de la Verdad que
le ha dado
sentido a nuestro sufrimiento… Del Milagro más grande de amor que la
humanidad
haya podido contemplar.
Amor y dolor se unen para devolvernos el lugar al cual pertenecemos: El
Cielo.
Lugar que se hace presente en cada Eucaristía, donde Cristo vuelve a
morir por
nosotros. Y es precisamente en la Eucaristía donde recibimos lo que
seremos por
toda la eternidad.
Lo grave no es tanto que Cristo haya muerto, porque finalmente era
necesario para
experimentar su Resurrección, acontecimiento central de nuestra fe. Lo
grave es
que nosotros no hemos sido capaces de valorar su sufrimiento, de abrazar
junto
a Él la cruz, de acompañarle en su dolor. Aquél único capaz de tomar lo
que es
temporal y hacerlo eterno, se hizo hombre por amor y los hombres lo
matamos. Y lo
seguimos matando a diario con nuestros actos.
“Dios nos habría dado algo mayor si hubiera tenido algo mayor que Él
mismo”
-San Juan María Vianney
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